Si tuviera que sintetizar en pocas palabras lo que he percibido luego de leer las novelas y cuentos de Cristina Cerezales Laforet, diría como su madre, Carmen Laforet en Música blanca, UNA… ÚNICO palabra: AMOR. (Tal vez esté influenciado por la lectura que me acompaña en los últimos días de ensayos de Miguel de Unamuno especialmente los cinco agrupados bajo el nombre Entorno al casticismo y sobre todo el que trata De mística y humanismo, donde al término “amor” se le da el significado más amplio y universal).

Si en el último libro publicado en 2010, el título Amarás a tu hermano no nos deja lugar a dudas, en Música blanca la mayoría de lectores descubre como a través del amor, -y no solo del amor filial, materno (o paterno), sino tambien del amor por la música, (o por el silencio, sin el que no podría existir la música), por los colores, luz o ausencia total de ella- es posible reconocer un lenguaje, una forma de comunicación que en determinado momento percibían de forma ininteligible de personas a veces tan cercanas como los propios padres o madres, y en muchos casos ha servido de puente de entendimiento.
Debo decir que estas lineas estoy escribiéndolas a bordo de un avión que me lleva de Madrid a Buenos Aires, algo que no tenía previsto empezar a redactar aquí y ahora.
Por alguna razón lo estoy haciendo, seguramente por la misma razón que hace algunos años, tal vez cinco o seis, tambien haciendo el mismo trayecto comencé a escribir una carta a Cristina Cerezales que luego creo que eché en un buzón en Buenos Aires. Ahora las comunicaciones se mueven más por vía de correo electrónico, que será la empleada en la compleción de esta nota entrevista.

Pero es necesario que recalque que hace un año, tal día como hoy, 17 de marzo, festividad de San Patricio, escuchaba una presentación por parte de Cristina Cerezales de su libro Música blanca en Santander, ante un público mayoritariamente femenino que luego tomó la palabra para expresar algo de lo que yo he querido señalar: como a lo largo de la lectura descubrían paralelismos con situaciones vividas, y encontraban a partir de ese momento una vía de comunicación con aquellos seres queridos o que tenían a su cuidado.

Y si hace un año eso se producía en “las matildes” como familiarmente se conoce ese centro cultural cántabro, hace exactamente dos años en Majadahonda, en una librería cercana a la calle Carmen Laforet, presentaba Cristina ante otro público de esa población madrileña, ese libro, que según dice ella en su nota al lector, en parte fue alimentado por otro libro que su madre dedicó a Aurorita Pereda, y que junto con una carta dirigida a ella yo entregué a Cristina hace ya más de diez años, por entender que aunque la destinataria del libro y de la carta fuese la hermana de mi madre, al recibir yo esa herencia su posesión y utilización correspondía más a los hijos de la autora del libro y de la carta que a mi mismo.

Por lo tanto no se si con mi actitud merecí una pública notoriedad como la que luego tuvo una acción en que solo se intentaba ser respetuoso de lo que no me correspondía a mí poseer, ni menos dar a conocer. Fui objeto de un reconocimiento al que yo pretendo agradecer.
Quiero señalar que después de la muerte de Carmen Laforet hubo muchas personas que escribieron sobre ella. Y debo recordar que algunas opiniones eran de quienes en algún momento habían sido favorecidos por la ganadora del primer premio Nadal en 1944. Es cierto que a los favores se puede responder de dos maneras: agradeciéndolos o vengándolos. Como decía el hombre sabio y justo que fue Hilario Fernández Long, “cada uno sabe lo que hace”.

Pero creo que yo he escrito lo suficiente como para ceder ahora la palabra a Cristina Cerezales Laforet entrevistada hoy por Generación Abierta.

G.A.Voy a empezar haciéndote una pregunta sobre un episodio de infancia. Cuando a los ocho o nueve años, tuviste que contestar a una pregunta que en la escuela adonde asistías te hicieron a ti y a todas tus compañeras de clase acerca de vuestras aspiraciones para cuando fueseis mayores.

C.C.L. En aquel caso, yo contesté a mi profesora que me gustaría tener el poder de saber consolar. Si recuerdo esa anécdota, es porque a ella le llamó mucho la atención mi respuesta y se la oí comentar a otras profesoras. Eso me hizo tomar conciencia de que había dicho algo importante aunque no sabía bien en qué estribaba la importancia. Pensándolo después, creo que es natural que le chocara esa respuesta frente a las demás que eran más de tipo material.

Debo aclarar aquí que yo no era una niña especialmente generosa ni nada por el estilo. Sé bien a qué se debía esa respuesta. En el colegio (Liceo Francés de Madrid) habíamos leído no hacía mucho “Le petit Prince” de Saint Éxupéry. En un momento del libro, el principito llora y el aviador se queda desconcertado frente a sus lágrimas deseando poder consolarle y sin saber hacerlo. Yo reconocí ese sentimiento y pensé: “Sería maravilloso tener el poder de saber consolar” por eso, cuando me hicieron esa pregunta días después, di la contestación que tanto sorprendió a una profesora del liceo.

G.A. Cuando hice referencia al amor por los colores, pensé en una pintura que tengo sobre el piano de mi casa de Madrid, (de la Serie “Paisaje interior” que me acompaña cuando estudio gymnopedies y gnossiennes de Erik Satie), donde los colores, fundamentalmente azules, armonizan y son complemento del Claire de Lune de Claude Debussy. Pero mi memoria me trae otros paisajes, en los que el blanco de la nieve es el fondo sobre el que caminan en fila los “peregrinos” que van haciendo camino al andar con sus huellas, sean en tierras de León, o en la cordillera del Atlas, donde hace no mucho tiempo veíamos caminar en la pantalla a los monjes cistercienses del film “Des hommes et des dieux”. Quizás quieras hablarnos ahora un poco de tu periodo dedicado a pintar.

C.C.L. Mi dedicación a la pintura fue de gran riqueza para mí. Empecé con una pintura figurativa (retratos, figuras, movimiento) colorista, y acabé con los “paisajes interiores” mucho más silenciosos y austeros de color y de forma. Entre esos dos periodos desarrollé durante unos cinco años la inspiración que me produjo un viaje de varios días andando por un paisaje nevado en la Sierra de los Ancares. Empezó siendo una pintura figurativa y anecdótica y acabó también en armonía de blanco y silencio. En la primera etapa más figurativa hay un cuadro que tengo colgado en una pared de mi casa y que mide dos metros por uno y medio, que representa la expedición de cuatro o cinco personas de espaldas (entre las que estoy incluida) caminado por la nieve en un momento en que se levanta una ventisca.

En la película “Des hommes et des dieux” hay una escena similar a la que yo representé y que nos hizo recordar el cuadro. De la etapa última de la nieve, tengo una anécdota que me gusta mucho. En un hotel de la zona de Ancares me pidieron cuadros para hacer una exposición. Tenían alguna pared de piedra oscura y en una de ellas colgué un cuadro de 2mx2m de nieve. Vi cómo llegaba una paisano de allí y se quedaba extasiado frente al cuadro, alejándose y acercándose a él para contemplando. Era un cuadro muy blanco, con algunos huecos oscuros pero sin ninguna figuración. Me acerqué al paisano y le pregunté qué significaba para él ese cuadro. Me contestó: “Eso es verdad porque yo lo he vivido. Eso es el silencio de la nieve”. Me emocionó saber que había podido trasladar a un lienzo, por lo menos para una persona que lo había vivido, el silencio de la nieve.

G.A. Has hablado de la Sierra de los Ancares, que es parte de uno de los tantos caminos que siguen los peregrinos rumbo a Santiago de Compostela. Como “peregrina” tu lo recorriste muchas veces y has situado la acción de novelas tuyas como De oca a oca o Por el camino de las grullas en algunos parajes. Quizás puedas contar a quienes nunca han recorrido el camino de Santiago algo que les permita comprender cual es el atractivo que a los que han participado de esas vivencias les lleva a volver una y otra vez, por los mismos y por diferentes trayectos.

C.C.L. La Sierra de los Ancares no está en el camino de Santiago, aunque se pasa cerca de ella. Los lugares a que te refieres son seguramente los pueblos del Valle de Balboa y sus alrededores. A veces lo llamamos “Ancares” pero no es la sierra propiamente dicha, sino parte de sus estribaciones. En el cuadro que nos recordó la película “Des hommes et des dieux”, la expedición que sube la montaña por la nieve, no pertenecía a un grupo de peregrinos sino a un grupo de gente del lugar, y algun periodista que trataba de llegar a los pueblos o pequeñas aldeas que habían quedado aisladas por una gran nevada.
Pero tambien he vivido nieve en el camino de Santiago, afortunadamente fue una nieve generosa que cayó mientras dormíamos y amaneció brillante bajo el sol, lo que nos permitió caminar con facilidad ademas de poder gozar de la belleza del paisaje blanco.

Los atractivos del camino son múltiples. El primero es el de avanzar ligero de equipaje. Si te dispones a emprender un camino de un mes, mochila al hombro, tienes que reducir al mínimo tus necesidades para poder cargar con ellas, si no has sabido hacer esa reducción a tiempo el camino te ayuda a ir soltando. Lo mismo ocurre con la carga de pensamientos o conflictos que llevas en la cabeza, el camino también te ayuda a aligerar. El encuentro con otros peregrinos que están en una situación similar a la tuya, sirve de ayuda para ello. Yo puedo decir, que al final del camino te encuentras como persona, mucho mas ligera y rica.

G.A. Se me ocurría cuando hablé de tus pinturas, que tanto los cuentos cortos como las novelas que ahora escribes, sean la plasmación o tal vez distintas expresiones de esa búsqueda en tu vida para “saber consolar”.

C.C.L. Me haría realmente muy feliz que mis pinturas o mis cuentos tuvieran el poder de consolar. No fueron expresamente realizados con esa intención, pero uno mismo no sabe qué deseos íntimos está poniendo en marcha a la hora de realizar una obra artística.

G.A. Tu padre, Manuel Cerezales, fué escritor y tu madre tambien, y sus hijos si no todos, habeis la mayoría incursionado en el camino de las letras. Y si bien tus hijas no se han dado a conocer como escritoras aún, no se puede asegurar que un día no comiencen en esa tarea, pero tal vez saltando una generación, sea alguno de tus nietos quien tome el testigo. En Música blanca creo recordar un cierto temor por parte de Carmen Laforet a que abrazando unas profesiones artísticas (y las letras es una de ellas) hubiese que tener disposición a batallar duramente. Al comienzo mencioné a Miguel de Unamuno, y creo que era él quien decía cuanto aprendía observando a sus hijos y nietos aprender. ¿Crees tambien que no solo reciben lo que se les enseña, sino que le enseñan a los mayores muchas veces?

C.C.L – Mi madre consideró muchas veces la vocación de escritora como una carga pesada. Le comentaba una vez a mi hermano Manuel que el artista era, en cierto modo, como el rey Midas, que todo lo que tocaba se convertía en oro y ya no lo podía disfrutar. Yo disfruto mucho con la creación y no cargo con un fardo tan pesado como el que cargaba mi madre. Es cierto que al dejar de pintar, sentí alivio de poder contemplar los colores y los paisajes sin necesidad de transformarlos para llevarlos a la pintura.

Pero durante el tiempo que lo hice lo viví más como una riqueza que me hacía observar las cosas con una intensidad superior. Lo que es magnífico, es poder cambiar de forma de expresión cuando alguna parte de la que has empleado hasta el momento te cansa o te limita. Yo tuve la suerte de pasar de la pintura a la escritura cuando esto ocurrió, con relación a la observación de los niños desde una edad madura estoy totalmente de acuerdo con Unamuno. La infancia tiene una sabiduría que se pierde con los años. Los niños están sometidos a las enseñanzas de los adultos y pierden esa parte que, dentro del sistema que vivimos no pueden desarrollar. Pero no se pierde del todo. Cuando llegas a la edad de ser abuelo, y observas con amor a tus nietos, puedes reconocer lo que un día tuviste, y valorarlo desde otra perspectiva.

La entrevista estaba cerrada. A la mañana siguiente me desperté con la mente poblada con las imágenes de un sueño en que se entremezclaban ciudades en las que he vivido, personas con las que he vivido, y que ya no están…

Al sentarme a tomar mi café matinal me di cuenta que volvían a mi memoria aquellos versos de Miguel Hernández:

“hoy estoy si saber, yo no sé como
hoy estoy para penas solamente…”

que tantas veces escuché grabado en un disco de 33 r.p.m. en la voz de María Casares hace cincuenta años. A medida que desayunaba, Kathleen Ferrier cantaba a Händel, a Bach, a Mahler y pronto mi desconsuelo salió en forma de llanto. Tenía al lado el libro de Cristina Cerezales Laforet Música blanca. Lo abrí al azar y leí: UNA….ÚNICO. Retrocedí unas lineas y leí:

Cuando nació Clara, ¡qué felicidad! Fue un descubrimiento aquella inmensa alegría de ser abuela. “Yo no sabía lo que me pasaba –te contó-. Iba cantando por la calle, tenía ganas de parar a la gente para darles la buena nueva”.

Pensé en lo que oí contar a mi padre:
“Cuando tu naciste, a la mañana siguiente tomé el autobús que me llevaría hasta la oficina de Les Champs Elysées desde el Jardin des Plantes. Al pasar frente al Carroussel, sentí que el pecho me estallaba de alegría”.
Me sentí consolado en mi profunda tristeza. Cristina lo había conseguido con sus palabras escritas.